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Día mundial del libro#4

Ángeles de lluvia de Luciana Gurciullo


Texto completo de la publicación realizada por la celebración del Día mundial del libro, publicado en las redes sociales de Enfoque Editorial Servicios Editoriales, Dragones de Papel Editorial y Escamas de dragón.

Durante la era de los Cielos habitaban las infinidades del universo los ángeles que nuestro Señor había creado. En cada rincón del espacio, la población de estas bellas y dóciles criaturas, era el orgullo y admiración del Poderoso. Los días transcurrían en paz y al ritmo que el amor entre hermanos disponía. Tal era la alegría del Increado que decidió ubicarlos en un lugar privilegiado, especialmente diseñado para ellos. Sus hijos ángeles se lo agradecieron como esperaba, con los honores que correspondían al gran Padre. Así se dio vida y esplendor al planeta Tierra.

Cada uno de ellos comenzó a reunirse con los demás y a constituir un paraíso según Dios se los había indicado; rodeados de ríos, mares, lagos y océanos, aprendieron el arte de la convivencia y del amor entre semejantes. Su pasión estaba relacionada con las actividades donde se conocían e intercambiaban ideas y producciones, eran hábiles fabricantes y su relación con la Naturaleza era ideal. Gozaban de una saludable estadía en aquellos territorios, mientras que nuestro Señor tenía pensado premiar, con la vida eterna, a todas esas criaturas gráciles y amables que lo acompañaban.

En un suspiro Dios observó su poderío y se sintió satisfecho, no sólo él vivía feliz y en paz, sino que, además, sus hijos eran lo que siempre había soñado para completar su universo. La vida fluía como cántaros de placer, los ángeles coronaban la tarea del Padre y sin dudarlo se sentían bendecidos. Flores y frutos eran otorgados por los árboles para la recompensa de esas sublimes vidas claras y afortunadas. El agradecimiento era la única forma de manifestación que se observaba.

Una noche, en que el Poderoso se quedó profundamente dormido, entró a la Tierra una nube oscura y engañosa, un espíritu viajero de otros tiempos que había quedado oculto desde hacía incontables años. Aquel ser envidioso y hostil encontró su posibilidad de venganza, visitando cada lugar del planeta depositó en los ángeles la semilla de la indiferencia. Silencioso y sin que nadie se diese cuenta, salió del lugar, regocijado por su acción despreciable.

Ese sería el fin del sueño de la eternidad, las relaciones fraternas desaparecieron y nadie recordaba la vida anterior. Cada uno de los ángeles olvidó su finalidad y servicio, ya no estaban felices, ni siquiera interesados en el más mínimo trato cariñoso o demostración de amor. Aquella noche, en que todos habían tenido el mismo oscuro y penoso sueño, fue el nacimiento de la tristeza y el desamor. Nadie se explicaba ni se sorprendía por el accionar propio, simplemente no les inquietaba su existencia, tampoco la agradecían, la indiferencia tomó la forma de la muerte y nuestro Creador conoció la pena y la desolación.

La era de los Cielos estaba a punto de terminar, ninguno de sus habitantes respetaba las reglas de convivencia. Dios les había advertido acerca de los incumplimientos llevados adelante por todos los seres que le debían devoción. Una y otra vez los ángeles desobedecieron las normas establecidas y el gran Señor esperaba que lo entendieran. Sin embargo, cada habitante desoía las proclamaciones y exigencias, así no podía seguir todo esto. El castigo era inminente. La piedad y el amor se habían agotado, ya no quedaban esperanzas.

El Increado provocó que las aguas del planeta se convirtieran en una lluvia delicada que comenzó a caer. Mientras esas gotas de aquella tormenta suave mojaban a los ángeles, les quitaban con un soplido la existencia que el mismo Dios había dado para infundir su vida. Lentamente el silencio y la soledad poblaron el planeta Tierra. Nadie sobrevivió. El Señor apenado y confundido observó que las aguas mostraban algo más que la muerte. Imágenes de una extraña forma habían quedado como fotografiadas en las superficies líquidas. Entonces nuestro Padre supo lo que había ocurrido, no eran los ángeles culpables de aquel proceder, algo había herido su alma y transformado su profundo ser. El daño era irreparable, la muerte era parte de los espíritus celestes.

En esa situación de desánimo y dolor el Creador comenzó a buscar lo que había quedado de sus ángeles, que se habían unido a las aguas del planeta, perdiendo su antigua forma. Nuevamente el Poderoso provocó una tormenta para recuperar a sus hijos, y entonces de las gotas de lluvia salieron otras criaturas diferentes, parecidas, aunque con un ímpetu renovado y locuaz, juguetonas y precavidas. Alegraron la vida del Señor, complacieron su ánimo y fervor, y aunque se juró cuidarlas con todo su esmero, no quiso que estuvieran solas, ni por un momento en esta Tierra. Así creó a otras criaturas que las acompañasen. Nosotros somos una de ellas.

Su espacio es el cielo y rinden homenaje a su Todopoderoso con su canto y sus vuelos, deleitan a todas las creaciones y son un lujo para los que apreciamos la Naturaleza, ya que reflejan sus mejores cualidades. Cuando vemos un ave recordamos el valor del amor en esta vida, su ejemplo de amistad y trabajo colaborativo nos colma de placer y respeto. Ellas posiblemente recuerden su pasado, y que alguien puede herirlas o quitarles la vida, aunque estén protegidas por Dios. Cada ser maravilloso que se eleva por los cielos representa a las aves, que antes fueron los dueños de esta Tierra y volvieron a nacer como Ángeles de lluvia.

©Luciana Gurciullo




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